En el siglo XIX, el ascenso de la sociedad industrial fue indisociable de la urbanización. El siglo XX vio aparecer las conurbaciones, junto con el modelo de producción y consumo de masas y la constitución de amplias clases medias en los países desarrollados. El siglo XXI comenzó bajo el signo de la globalización y la metropolización. El capitalismo actual gira en torno a una red de ciudades globales de las que las 30 mayores acogen a casi el 15% de la población. Sin embargo, hoy estamos viendo surgir un movimiento de desglobalización y de oposición a las metrópolis.
Por un lado, la guerra comercial, tecnológica y monetaria lanzada por Estados Unidos está provocando la desaceleración de las transacciones y los pagos mundiales, mientras que la necesaria transición ecológica empuja a relocalizar la producción. Los Estados están volviendo con fuerza, recomponiendo unas fronteras que se llenan de muros y reforzando su control de la economía, la sociedad y el territorio. Las instituciones multilaterales se desmantelan o se ven paralizadas por EE UU. La ola populista que golpea el mundo desarrollado, con su nacionalismo, su proteccionismo y su xenofobia, implica una fragmentación brutal del mundo y la reconfiguración de la política y la economía en función de la soberanía nacional.
Por otro lado, en las metrópolis, que fueron los vectores del triunfo de la globalización, se multiplican las señales de alarma. Canibalizan sus propios centros urbanos, que pierden habitantes: desde 2010, 12.000 al año en París, 40.000 al año en Nueva York, 100.000 al año en el área metropolitana de Londres. Desde San Francisco hasta Hong-Kong, pasando por Nueva York, Londres y Berlín, los habitantes, en especial los jóvenes, se movilizan contra la subida de los precios de la vivienda y su expropiación a manos de las élites internacionales y las empresas tecnológicas. Las mismas metrópolis que absorben la riqueza, los servicios de calidad, la innovación y los centros de decisión aceleran la polarización de la actividad, la sociedad y el territorio y provocan la revuelta de la periferia, como ha mostrado el movimiento de los chalecos amarillos. Además, el gigantismo, la frecuente proximidad al mar y la contaminación hacen que las metrópolis sean muy vulnerables a los problemas derivados del cambio climático, desde la escasez de agua que afecta a Ciudad del Cabo, Ciudad de México, São Paulo y las grandes ciudades indias hasta las catástrofes naturales que, por ejemplo, obligan a Indonesia a trasladar su capital a Borneo pues Yakarta y sus 30 millones de habitantes están sumergiéndose poco a poco y viven expuestos a los terremotos.
La actividad de las metrópolis no va a desaparecer. Pero las tensiones que genera su expansión son estructurales, y pueden poner en peligro su futuro. El gigantismo va de la mano de la expansión urbana, que crea problemas de urbanismo, saturación de las infraestructuras y desnaturalización del suelo. La metrópolis es indisociable de la polarización del espacio, entre barrios privilegiados en los que los precios de la vivienda se disparan y barrios pobres en los que hoy viven mil millones de personas. Los centros están cada vez más reservados a los ancianos, los ricos y los turistas, mientras que en las periferias están los jóvenes, las poblaciones activas y los pobres.
Las metrópolis no tienen más remedio que replantearse. Antes, las ciudades se adaptaron a la industrialización, la electricidad y el automóvil, el auge de la clase media. Ahora deben reaccionar ante los retos de la polarización y las desigualdades, la revolución digital y la transición ecológica.
Sin dejar de estar ligadas a la globalización, las metrópolis encarnan la historia y la cultura de los pueblos y las naciones. Su evolución no obedece a una ley universal. Su reinvención debe eludir tanto la lógica de la urgencia como la ilusión tecnológica basada exclusivamente en la gestión de datos para dar a luz una ciudad inteligente y sostenible.
Su gobernanza tiene que abrirse a sus ciudadanos, con una democracia participativa, y hacia los territorios que las rodean. Es indispensable controlar su desarrollo mediante la creación de ciudades nuevas sostenibles para evitar la insoportable concentración de cientos de millones de personas que se avecina. La prioridad es un crecimiento inclusivo que facilite el acceso a la vivienda, el transporte, la educación y la salud. En resumen, la metrópolis debe ser el laboratorio para la conciliación entre capital económico, capital humano y capital natural.
El siglo XXI va a ser el siglo de las metrópolis. Su capacidad de modernizarse y regenerarse determinará en gran parte no solo la jerarquía de los países y los continentes sino también la capacidad de resistencia de la globalización frente a la acometida nacionalista y proteccionista de EE UU y el futuro de la libertad política frente a la amenaza populista.
Por Nicolas Baverez. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Publicado en el Diario El País – España